martes, 14 de diciembre de 2010

DEFENSA Y ELOGIO DE LA CIUDAD DE MEXICO por Vicente Quirarte


Defensa y elogio de la Ciudad de México


Conferencia magistral en el 31º. aniversario de AAPAUNAM
22 de noviembre de 2010

Vicente Quirarte

Instituto de Investigaciones Bibliográficas,
Universidad Nacional Autónoma de México


Nací en el centro de la Ciudad de México, en una casona anclada en el siglo XVIII, vecina del antiguo convento de San Lorenzo y la cantina La Faena. Para gloria de una urbe que todo lo olvida y todo lo devora, los tres bastiones subsisten,  con el mismo uso que tuvieron hace ya más de medio siglo. Entre la realidad y el deseo, la ciudad era inmensa y al mismo tiempo íntima. Nada teníamos y nada nos faltaba. La calle era territorio inagotable, cuyos viejos edificios eran nuestro presente vivo.  El mundo más real era en blanco y negro: matinés de programa triple en cines de nombres tan hiperbólicos como sus vastas naves, donde nació nuestra inextinguible sed por el horror que purifica: el que nace del otro lado de la pantalla y ante el cual por fortuna siempre podemos cerrar los ojos.
         

Con cantos circundo a la comunidad.
La haré entrar al palacio,
Allí todos nosotros estaremos,
Hasta que nos hayamos ido a la región de los muertos.
Así nos habremos dado en préstamo los unos a los otros.

Temilotzin de Tlatelolco
(Traducción de Miguel León-Portilla)

Son palabras vividas y escritas por Temilotzin de Tlaltelolco, poeta y guerrero, amigo de Cuauhtémoc, el último emperador azteca, y que prefirió morir por su cuenta, luego de ser derrotado, antes de verse dominado y humillado por el conquistador. En este poema se sintetizan los principales valores de la ciudad de Tenochtitlan, capital del imperio azteca, que basaba su grandeza espiritual en haber sido fundada sobre la flor y el canto. De acuerdo con la más antigua tradición indígena, una ciudad no estaba plenamente establecida mientras no existiera en ella una casa de canto, y nuestro poeta subraya la función de la palabra compartida: la fraternidad, la preocupación por el paso del tiempo, la certeza de que la trascendencia de venir a la tierra es entregarnos los unos a los otros. El testimonio de Temilotzin es doblemente dramático. Sus palabras nacieron en medio de una sociedad guerrera y sacerdotal que dominaba a los pueblos vecinos y cuya sola mención bastaba para despertar el terror de sus enemigos. Pero el canto del poeta era también contemporáneo de una época en que existía una alianza armónica entre la poesía y la ciudad. El paisaje y la naturaleza de la urbe era una perpetua consagración de la primavera y no había visto alterado su equilibrio. Establecida en un lugar que no parecía el más conveniente para fundar una ciudad, la elección fue fruto de la profecía y de la fe en un destino. Tan grande e intensa fue la segunda, que en muy pocos años, la aldea primitiva se convirtió en la esplendorosa, admirada y temida ciudad de Tenochtitlan. En 1469, unos años antes de la caída de la ciudad en manos de los españoles, el rey Nezahualcóyotl había celebrado la transparencia del aire, que con el paso de los años adquiriría categoría de leyenda.


Columnas de turquesa se hicieron aquí,
en el inmenso lago se hicieron columnas.
Es el dios que sustenta la ciudad,
y lleva en sus brazos a Anáhuac en la inmensa laguna.

Y en 1982, en el poema “Tercera Tenochtitlan”, Eduardo Lizalde traza un mapa, visto desde el aire, del nuevo monstruo engendrado por la modernidad:

Sobre el valle que aúlla
Fauces de un dios alza el aire sus torres
De alturas pasajeras e invisibles
Su contrafuerte frágil de briznas microscópicas
Su nebulosa de insectos

Al centro la gran mancha de petróleo o tinta
Un Rorsach la falena nictálope
De la ciudad velada por su niebla letal
Un continente de aeronauta pelusa
Un grajo inmenso que se petrifica a la mitad del vuelo.

Cinco siglos separan a ambos poetas. Cinco siglos en que se ha deteriorado la armonía entre el hombre y su entorno. Colorida, diáfana y en comunión con el Dador de la Vida, la de Nezahualcóyotl. Hostil, caótica, “escriturada por el Diablo”, la de Lizalde. La frase Todo tiempo pasado fue mejor puede decirse ahora como la dijeron los fundadores de México al atestiguar la primera evolución de su orgulloso espacio. Al ver transformada la sabiduría comunitaria en tiranía, la democracia en monarquía autoritaria, deben haber anhelado su existencia paradisíaca, donde las bondades del valle de México se prodigaban sobre la ciudad.
              A la mitad de siglo XX, José Gorostiza señalaba los elementos que parecen divorciar al individuo de la ciudad: “El hombre no vive, como solía, en la frecuentación de la naturaleza. El cielo no entra a grandes pedazos azule en la composición de la ciudad. Prisionero de un cuarto, ahíto de silencio y hambriento de comunicación, se ha convertido -hombre isla- en una soledad rodeada de gente por todas partes. Su jardín está en las flores desteñidas de la alfombra, sus pájaros en la garganta del receptor de radio, su primavera en las aspas del abanico eléctrico, su amor en el llanto de la mujer que zurce su ropa en un rincón”.
          La ciudad es un texto, y todos contribuimos a escribirlo. La pequeña odisea de recorrerla diariamente es tan importante como las heroicas epifanías que coronan nuestra aventura. El poeta, como el urbanista, es un lector profesional de su entorno, un iniciado capaz de traducir sus cambios y sus emociones. El poeta es el biógrafo emotivo de la urbe, como lo demostró Octavio Paz en varias etapas de su escritura: en su juventud, utilizó la forma clásica del soneto para sus “crepúsculos de la ciudad”; en su madurez, acudió al versículo libre y a la enumeración caótica, formas verbales más acordes a la ciudad caótica de fin de siglo.  En las palabras que siguen, trataré de compartir con ustedes la manera en que el poeta y la poesía han trazado el mapa invisible de la Ciudad de México, y los modos en que ese lenguaje de iniciados protege y fortalece la memoria, al mismo tiempo que contribuye a resistir cada día con mayor dignidad.
          En tres siglos de dominación colonial, la orgullosa Tenochtitlan perdió su nombre para recibir, por imposición, el  de Nueva España. Durante ellos tuvieron lugar diversas alianzas entre la poesía y la ciudad donde la primera era parte del espectáculo y el poeta adquiría el papel no muy honroso de bufón. Los autores escribían poemas que se inscribían en los arcos triunfales levantados ante la entrada de un nuevo virrey. La mayor parte de ellos se han perdido, pero no los de Sor Juana Inés de la Cruz, cuya poesía fue la más importante de su tiempo y que siglos después de su escritura, continúa iluminando nuestro presente. Sor Juana nunca escribió un poema donde la ciudad de México fuera protagonista, pero su biografía es el mejor ejemplo del escritor que hace frente a todos los obstáculos para convertirse en personaje activo de la polis. Su difícil condición de mujer que deseaba pensar, estudiar  y escribir, la llevó al convento. Desde él y a pesar de él libró su ejemplar combate. Aún se levantan, en el centro de la ciudad antigua, algunos de los muros del claustro de San Jerónimo, donde yace el polvo enamorado de la monja. Sus lecciones fueron múltiples y una es importante mencionar para nuestro tema del poeta y la urbe:  su desobediencia a todos los cánones que le imponía una sociedad autoritaria y rígida, desobediencia que la llevó a la refundación de la ciudad ilustrada. En su celda había reunido una de las más importantes bibliotecas personales de su tiempo y en ella surgieron las letras más brillantes y polémicas del Siglo de Oro.
          La ciudad barroca tuvo su mayor expresión poética en Grandeza mexicana, extenso poema escrito por Bernardo de Balbuena, que si bien nació en España, en nuestra tierra desarrolló su formación y escribió la mayor parte de su obra. El poema apareció en 1604, cuando Miguel de Cervantes estaba a punto de entregar a la imprenta Don Quijote, y William Shakesperare escribía Troilius and Cressida, una sus obras más oscuras e intensas. El propósito del poeta mexicano era describir las bellezas de la capital en la cima de su esplendor; cuando sus edificios y su administración era admirados por propios y extraños. El argumento del poema se halla contenido en la estrofa inicial:

De la famosa México el asiento,
origen y grandeza de edificios,
caballos, calles, trato, cumplimiento,
letras, virtudes, variedad de oficios,
regalos, ocasiones de contento,
primavera inmortal y sus indicios,
gobierno ilustre, religión, estado,
todo en este discurso está cifrado.

El poema no deja lugar a la duda en cuanto a la grandeza de la ciudad, esa que un viajero inglés, Thomas Gage, describirá como “una de las mayores del mundo considerada la extensión de las casas de los españoles y las de los indios.”[1] Balbuena es un cantor del imperio concentrado en su joya allende el Océano y exalta exclusivamente lo que le otorga esplendor. Sin embargo, no hay en el poema contrastes humanos ni pasiones comunes. Faltan sangre, sudor y lágrimas. La monumentalidad de los edificios, las bondades del clima, la armonía urbana parecen vivir independientemente de sus habitantes. Había otra historia, marginal y secreta. Mientras la capital ofrecía a los ojos inmediatos sus fulgores a los privilegiados, al mismo tiempo propiciaba el surgimiento de una rica corte de los milagros, barrios de indios que habían sido expulsados de la traza original de la ciudad. Por fortuna y como contraparte al poema de Balbuena, ese mismo 1604 un poeta anónimo, recogido por Dorantes de Carranza en su Sumaria relación…, daba en exactas pinceladas otro retrato de la Nueva España a través de su colorida fauna:

Minas sin plata, sin verdad mineros,
mercaderes por ellas codiciosos,
caballeros de serlo deseosos,
con mucha presunción bodegoneros.
Mujeres que se venden por dineros,
dejando a los mejores muy quejosos;
calles, casas, caballos muy hermosos;
muchos amigos, pocos verdaderos.
Negros que no obedecen a sus señores;
señores que no mandan en su casa;
jugando sus mujeres noche y día;
colgados del virrey mil pretensores;
tïanguis, almoneda, behetría…
Aquesto, en suma, en esta ciudad pasa.[2]

Como señala uno de los versos anteriores, la capital de Nueva España pululaba de pretensores que se acercaban al virrey con objeto de obtener una alta posición, amparados no en sus luces ni méritos propios sino en ser descendientes de los primeros conquistadores. Esa ciudad de entonces, oscilante entre el orden y el jolgorio, el placer y la soberbia, mucho tiene qué ver con la presente.  Como advierte Serge Gruzinski en su formidable biografía de la Ciudad de México, en el naciente siglo XVII asistíamos a una primera gran globalización.
          El Siglo XVIII fue un siglo de prosa, y la Ciudad de México no fue la excepción. Numerosos fueron los textos donde se analiza, de manera científica y estadística, la situación de la capital del imperio. La independencia de las naciones americanas será un acto de romanticismo activo, y con él resurge la supremacía de la imaginación y primera persona, así como el descubrimiento de la cultura popular y la actuación ciudadana. El poeta se convierte en un explorador solitario de la calle, un flânneur cuya principal ocupación será encontrar el significado de sus pasos. Un día de 1836, un joven de 22 años llamado Guillermo Prieto sale a la calle.  Camina, y al hacer la traducción de cada uno de sus pasos, escribe su primera crónica urbana, un delicioso y sensorial recorrido por la ciudad, desde las primeras campanas de los templos hasta los últimos gritos de los vendedores nocturnos que ofrecen su mercancía, en sinfonía intensa y desordenada. El poeta ya no será un hombre entre la multitud sino esa nueva especie que nace como resultado de la sociedad industrial, que modifica de la noche a la mañana los conceptos de tiempo y espacio.               
             Señoras y señores, el siglo XIX mexicano. Tiempo de héroes y canallas, musas y poetas, de virtudes amplificadas y defectos hiperbólicos. Tiempo de pronunciamientos y revoluciones, de guerras civiles e intervenciones extranjeras. Tiempo de corsarios de guante amarillo, de planes redentores y remedios tan radicales como fallidos, tan imposibles como milagrosos. Tiempo de militares que modifican, de un día al otro, el mapa de la ciudad, y pasean sus medallas al lado de las sotanas, también defensoras de sus privilegios; tiempo de  civiles que, encabezados por un indígena llamado Benito Juárez, que hace de la levita símbolo de autoridad, dotan al naciente país de instituciones, de garantías individuales, de herramientas progresistas. Señoras y señores, el siglo XIX. Lo vocean los pregones urbanos de indígenas que ofrecen su mercancía desde el pueblo de Tacuba; el mismo aire malsano y corrompido donde un francés de apellido Meroliock, cuyo discurso barroco, hueco y envolvente, bautizará al linaje de los que hacen de la palabra un artículo vendible: merolico. Lo presentan al mundo ciudadanos que saltan, de la noche a la mañana, del anonimato al escenario de la Historia. Hombres que son ciudad, que toman la calle y reivindican su lugar en el mundo. Tiempo en que el individuo participa directa y activamente en la toma de decisiones y formula mitos políticos y metáforas sociales que hasta el día de hoy nos determinan. Señoras y señores, el siglo XIX mexicano. Lo ponen en venta sus canallas. Lo ofrecen al mejor postor y sin escrúpulos. Lo salvan de la ruina sus milagros y sus mártires laicos, sus fusilados y sus pensadores.
         En tiempos de construcción del concepto de nacionalismo, el poeta se transforma en educador y figura de autoridad. La calle es el escenario donde lleva a cabo este lento proceso de formación. En una sociedad analfabeta, el discurso político se transforma en un gran mural de palabras que ofrece una visión panorámica de la historia desde el pasado remoto hasta el instante presente. Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez, Francisco Zarco, Ignacio Manuel Altamirano, todos hombres de letras, serán hombres de acción que en la plaza pública, en el teatro o en el recinto parlamentario, construyen la nueva ciudad, de acuerdo con los conceptos liberales. Además del discurso, el otro gran género urbano del siglo XIX será la crónica, el cuadro de costumbres que exalta el habla, los hábitos, la conducta cotidiana, los vicios y las virtudes de sus habitantes. Y si bien ambos géneros, el discurso y la crónica, están escritos en prosa, no hubieran llegado hasta nosotros con toda su fuerza si sus autores no hubieran sido, antes que nada, poetas, si no hubieran dominado el peso y la temperatura de cada palabra y cada símbolo. Entre todos, Guillermo Prieto será el gran cantor de los héroes, pero también el historiador de la gente sin historia. Su libro central, La Musa callejera, denota desde su título este interés por  la vida intensa y bulliciosa de la ciudad donde nació, y la que exploró incansablemente a lo largo de sus casi ochenta años de existencia.
           Ese siglo XIX de exploración urbana en la Ciudad de México termina de manera simbólica con la muchacha que en el poema “La duquesa Job” de Manuel Gutiérrez Nájera recorre el boulevard mexicano, sola y a pie, armada de su belleza y la eficacia temible de sus tacones. La lenta conquista de la ciudad por parte de la mujer logra una aceleración mayúscula con la Revolución Mexicana, que inaugura el siglo XX. La ciudad nacida de ella va a traer consigo un  cambio radical en el uso de la ciudad. Son los tiempos de las mujeres que, casi concluida la etapa armada del movimiento, quieren ser algo más que buenas soldaderas de sus hombres. Obtienen, en cambio, con la valerosa manifestación de una vida convertida en obra, una actuación que les había sido negada en una patria viril, autoritaria y paternalista.  El cuerpo femenino  libra su batalla por la autonomía en tiempos donde la Revolución –machista a ultranza- persigue a sus homosexuales muy hombres  y espera la incondicionalidad de sus mujeres. Con la Revolución, la mujer expresa su derecho a ser un elemento activo en la construcción de México, pero también en la construcción de una habitación propia.
           En 1921, Ramón López Velarde escribe el poema “La Suave Patria”: toma al país por la cintura y le hace una apasionada e irreverente declaración de amor, tan fresca que todavía se la decimos sin vergüenza. Poco antes, Saturnino Herrán había pintado su serie de exuberantes criollas, con lo cual había ofrecido el equivalente plástico de un país sanamente femenino, hembra rozagante y gozosa bajo la luz del sol. La poesía de López Velarde y la pintura de Herrán llenan el escenario y son tan definitivas como la mañana en que Tina Modotti se tiende, desnuda, en la azotea de una casa de la colonia Condesa para ser amorosa, obsesivamente fotografiada por Edward Weston; como el instante en que Carmen Mondragón se transfigura en Nahui Olín ante el éxtasis y el terror del doctor Atl; como el día en que Clementina Otero recibe la carta del poeta que le escribe “Me muero de Sin Usted” como el día en que una adolescente llamada Frida Kahlo, se dirige valientemente al enorme pintor Diego Rivera que da vida cromática a los muros, en esa cruzada pictórica que constituyó otro Renacimiento.
           La Revolución abre nuevas calles, anchas y espaciosas, a imitación de las que los políticos sonorenses vieron en Estados Unidos. Salvador Novo refleja el espíritu optimista de la ciudad posrevolucionaria en su libro Nueva grandeza mexicana. Futuro cronista oficial de la urbe donde nació, Novo la recorre junto con nosotros, sus lectores, y ofrece sus diversos escenarios, sus lugares para vivir, divertirse, amar y morir. Sin embargo, al lado de esta ciudad pujante y progresista, que no dejaba de ser un pueblo grande, había otra, íntima y secreta labrada tanto por Novo como por sus compañeros, la generación llamada de los Contemporáneos. La ciudad como alcoba submarina, la ciudad del deseo latente. Uno de los ejemplos más claros es el de Xavier Villaurrutia en los poemas de su libro Nostalgia de la muerte. La noche que canta es la noche de los románticos pero también, más próxima y tangiblemente, la noche secreta del México posrevolucionario, el espacio del cazador y del insomne, del adúltero y el suicida. Si la noche de Villaurrutia es un espacio tenso donde el hombre descubre su desamparo porque está solo consigo mismo, hay una correspondencia inmediata con el Surrealismo no como una técnica sino como una forma de existencia.
           Visión de los vencidos es el título del libro donde Miguel León-Portilla reúne testimonios de la caída de la ciudad antigua. En esta primera década siglo XXI, los habitantes de una de las ciudades más pobladas del planeta parecemos asistir a una visión semejante. A los ojos ajenos y a los propios, parecemos estar perdiendo la batalla ante un nuevo conquistador: el imperio de la información manipulada, del consumo, de la violencia interfamiliar, de la pistola de 9 milímetros que se ha convertido en parte cotidiana de nuestra información ciudadana.  A la mitad del siglo pasado, Efraín Huerta, el gran poeta de la ciudad, escribió el verso “No hay respeto ni para el aire que se respira. Se camina como entre cipreses, bajo la larga sombra del miedo”.  Sus palabras nacieron cuando el término ecología aún no formaba parte de nuestra cotidianidad, y cuando el temor a caminar por la calle era dos veces heroico ante la autoridad que reprimía la militancia política. Hoy, la sombra es aún más amenazante. Hemos dejado de esperar a los bárbaros. Al vernos en el espejo, reconocemos armas y armadura del guerrero que somos para enfrentar el desafío de cada nuevo día.  
            La ciudad se fundó para resolver la nomadía y concentrar el poderío y los avances de la civilización. La Ciudad de México no sólo ha aumentado el número y extensión de sus murallas, sino ha acudido a la reja que en principio surgió para protección pero que sin daros cuenta se ha convertido en una jaula que nos aísla cada vez más del buenos días, el sol patrimonial, la democracia del aire envenenado. Estamos pagando el precio de haber dado a luz una Megalópolis: el monstruo se rebela, tarde o temprano, contra su creador, y sólo una lenta seducción, la auténtica conquista, puede restaurar la inicial armonía.  Loba devoradora, madre nutricia, en su vientre existe sitio para el milagro o la hecatombe, para la hazaña y el sueño.
              Una forma de no ser derrotados, en nuestro cotidiano ejercicio de la urbe es mediante la permanencia y transformación de la palabra. En este sentido, Rubén Bonifaz Nuño, el mayor de nuestros poetas vivos, insiste: “El poeta, como hombre, se cumple básicamente por ser parte de la ciudad; sitio y raíz de solidaridad, la ciudad es ámbito del amor sensual y de la fraternal comunicación. El hombre, a fin de protegerla, conservarla y engrandecerla, admite con placer y ufanía su llamado al combate, y en éste encuentra la consumación del honor de vivir”. En ese tenor hago el elogio de las criaturas que pueblan la ciudad y con su cotidiano heroísmo la sostienen.

Muchachas que trabajan

Son el primer y el mejor regalo que la ciudad otorga a sus mortales. Salen con el Sol, todas tacones, cabello aún mojado, blusa recién planchada, lociones y cremas que recuerdan los ires y venires del durazno y la rosa. Como la mañana es nueva, no les importan los empujones en el metro, las apreturas en peseras y autobuses. El día comienza al ritmo de sus caderas, y la ciudad entona un himno asordinado. Las esperan bancos, almacenes de departamentos, oficinas, modestas tiendas del centro empeñadas en la batalla contra los enormes centros comerciales, que la megalópolis levanta como castillos autosuficientes y poderosos. Entre los 17 y los 25 años, han renunciado —por voluntad o por circunstancias ajenas— al ingreso en una universidad que tampoco podrá resolver sus problemas económicos. Pero entre el trabajo y el matrimonio, porque querrán casarse cuando la rutina se gaste y exija la entrada a una nueva monotonía, instauran un aquí y un ahora que es el tiempo para ser bonitas, para adornar el mundo, para gustarse.
Hacen con su sueldo el milagro de la multiplicación de los panes, y si su economía, como la del país entero, anda por los suelos, se las ingenian para que en el exterior parezca lo contrario. Aunque las medias sean caras y se corran al primer descuido, sus piernas lucen siempre esa segunda piel que las hace más desnudas; a pesar de que haya que peregrinar hasta las fábricas de León o incursionar al Mercado de Granaditas, mantienen su fidelidad a los zapatos nuevos, al vestido cuyo estreno haga más tolerables las ocho horas detrás de un escritorio.
Cuando la tarde cae, en medio de su sinfonía enloquecedora de escapes, sirenas, voceadores, también ellas tienen su instante de marchitez. Pero les vuelve la energía del rayo cuando la salida está próxima y despliegan las armas para el arte mayor de la cosmética. Las espera la penumbra del cine, cómplice de todos los olvidos, el café bullicioso, el cuarto de hotel donde siempre planean colgar su ropa con toda calma y ésta termina dando testimonio de los pormenores de la batalla.
Pero hay tardes en que no hay novio ni amigas ni cine donde matar el tiempo por delante, ni príncipe que transforme calabazas en carrozas. Como una película que corre inversamente, vuelven a casa, gastadas como el día, cansadas de una nueva humillación que la ciudad inflige a sus habitantes. Malcomidas, cansadas, aturdidas por el aire sudo, ahora si les molestan los piropos; ahora sí se vuelve un martirio el largo camino a casa en medio del desierto. Pero el mayor y más inexplicable de los milagros es que  la misma muchacha volverá mañana al combate, aromática, sonriente, aureolada por su limpieza, con el corazón brillante y lubricado, dispuesta a romperse el alma para vencer —este día sí— a la ciudad salvaje.

         En la ciudad sitiada donde los atacantes ordenan que un solo habitante sobreviva, la comunidad elige al poeta. Un gran poder trae consigo una gran responsabilidad declara uno de los héroes urbanos de nuestro tiempo. Al poseer el don de hacer el viaje de locura de ida y vuelta a la locura, el poeta tiene la obligación de contar y cantar la historia de los otros. Nombrar la desesperación es trascenderla. En la fundación de la Ciudad de México, de acuerdo con los antiguos anales, se decía: “En tanto que el mundo exista, jamás deberán olvidarse la gloria y el honor de México-Tenochtilan.” Una y otra vez hemos vivido semejantes palabras, cuando la naturaleza o los hombres han alterado de manera radical el equilibrio urbano. El movimiento estudiantil de 1968 y el terremoto de 1985 provocaron un antes y un después. En el primero de esos dos grandes hitos, la imaginación juvenil se apoderó de las calles y las hizo palpitar de otra manera. Le recordó a la ciudad que estaba viva, que había que ser realistas y exigir lo imposible. Los sismos de 1985 abrieron una larga herida. Además de las numerosas muertes y pérdidas materiales, sacaron a la luz los peores vicios y las mejores virtudes de la Ciudad. José Emilio Pacheco las ha descrito, mejor que nadie, en su elegía titulada “Las ruinas de México”.

Para los que ayudaron, gratitud eterna, homenaje.
Cómo olvidar –joven desconocida, muchacho anónimo,
anciano jubilado, madre de todos, héroes sin nombre-
que ustedes fueron desde el primer minuto de espanto
a detener la muerte con la sangre
de sus manos y de sus lágrimas;
con la certeza
de que el otro soy yo, yo soy el otro,
y tu dolor, mi prójimo lejano,
es mi más hondo sufrimiento.

Para todos ustedes acción de gracias perenne.
Porque si el mundo no se vino abajo
en su integridad sobre México
fue porque lo asumieron
en sus espaldas ustedes,
héroes plurales, honor del género humano,
único orgullo de cuanto sigue en pie sólo por ustedes.

 Leer una ciudad, particularmente aquélla en que nacimos, es acto de amor y conocimiento. Criatura cambiante e imprevista, letal y dadivosa, al descifrar sus signos no sabemos si luego de semejante  atrevimiento algún día llegaremos a saberla, cuestionarla, rechazarla. O amarla contra todo. Leemos la ciudad al caminarla, al descubrir su rostro inédito, al trazar el mapa de nuestro tránsito por ella, una vez que nos concede volver a casa para soñar con reincidir en el diario combate: ganar y defender nuestro sitio en su incesante representación. La ciudad como gran casa; la casa como pequeña ciudad, según el precepto del arquitecto renacentista.
          Amar una ciudad es necesario y fatal. Igualmente odiarla, aunque ambas emociones, al mirarse en su espejo, encuentren semejanzas y diferencias. Cuando Efraín Huerta escribió su “Declaración de odio”, ofreció el más intenso poema de amor a la capital. Amar a la Ciudad de México parece una tarea cada vez más ardua. Fácil es caer en la inmediata provocación de repudiarla: aceptar el hechizo de condiciones y medios que facilitan el fugaz abandono del desastre. Sin embargo, tarde o temprano, humillados y ofendidos, convencidos o escépticos, por misteriosas razones regresamos a la imposible, la infiel, la insoportable. La inevitable Ciudad de México, noble y leal a pesar de nosotros.  En sus casi siete siglos de existencia, los habitantes y los elementos hemos destruido una y otra vez nuestra ciudad. Con idéntica pasión y energía hemos vuelto a levantarla. No hemos podido acabar con ella, lo cual es prueba de su linaje. Pero también demuestra la casta de sus habitantes, aunque seamos los primeros en negar semejante obligación y privilegio. Cada minuto es una posibilidad para la epifanía: para el asombro de la voz en medio de la ceguera. Nunca como ahora hace falta, en cada uno de nosotros, y en nuestras acciones en apariencia más humildes, el héroe anónimo que con su acción de cada día las consagre y eleve y dignifique. Por eso, leer la ciudad es una forma de defenderla. Vivirla es sostenerla.
            La Ciudad de México es un lugar imposible para vivir pero es el único lugar para vivir. Degradada, envilecida, sucia por dentro y por fuera, sedienta y al mismo tiempo víctima de inundaciones, nos sitia y nos derrota cotidianamente. Varios son los secretos, estrategias y pretextos que forjamos para seguir amándola: la renovada ceremonia que significa escuchar a los pájaros que inauguran el día a pesar de nuestro aire envenenado; en la invencible y cíclica infancia  a la salida de la escuela; la multitud hosca y desconfiada que, hacinada en el metro, responde a nuestro estornudo con un ”Salud” espontáneo y colectivo; la cantina de mesa de formaica que espera al bebedor solitario para enfrentarlo a su implacable espejo.
          Una práctica, por fortuna, no me abandona todavía: el derecho a sentir, como escribió Carlos Valdés, que la calle aún es  nuestra. Amo mi barrio de Tlacopac como amo a la mujer que allí vive, por quien vivo. Al caminarlo, al tocarlo, toco el cuerpo de toda la ciudad, la que me ha vivido, por la que vivo: mi imposible, inabarcable,  inaprehensible, insoportable. Inigualable  Ciudad de México, esa que fue, es y será muy Noble y Leal a pesar de sus habitantes, gracias a sus habitantes y donde cada añolo confirman sus reincidentes criaturas con cuya alabanza terminan mis palabras:

Como si durante la noche alguien las hubiera pintado con pincel y pintura evanescentes; como si una cuadrilla de artistas ignorados las hubiera colocado entre los brazos retorcidos de las bignoniáceas; hermanas sucesoras de las ballenas y las mariposas, previamente de acuerdo para su brevísima actuación anual, estallan, en forma imprevista, por todos los rumbos de la urbe.
Llegan con el mes de marzo. Su llamarada suave, persistente, prospera lentamente en la mañana. Avanzadas de la primavera, son como amantes orgullosas —bienamantes— que nos otorgan una nueva oportunidad. Breves, fugaces, pasajeras, su imperio dura lo que duran las pasiones. Pero durante su floración viven y nos hacen vivir la eternidad de una adolescente que aún no sabe pintarse y atreve sombras tenues que legitimen su primera salida. Son susceptibles a los reclamos del viento, y a la menor provocación se van con él; tapizan entonces calles con sus pétalos de color indefinido. Nunca como en ellos son verdad las frases entre azul y buenas noches y los ojos de jacaranda en flor.
Florecen contra todo. Contra el aire contaminado y el torturador; contra la mentira y la promesa. Florecen para todos: para el envenenador y la monja que vende rompope de puerta en puerta; para los boy scouts que plantan su tiempo sagrado en la mañana del sábado; para el borracho cuyo cuerpo ha dicho basta; para la embarazada y el bolero; para las multitudes que en domingo salen —plenas y nimbadas— de templos, museos y estadios de futbol. Para descifrar su mensaje, basta escucharlas con los ojos; abrir quince sentidos cardinales y llenarlas de halagos. Que sepan que nos nutren, que son tan necesarias como estar enamorado, que sin ellas marzo sería de otra manera.











[1] Serge Gruzinski, “México en los albores del siglo XVII. Una capital en la primera globalización”, en La ciudad de México en el fin de los siglos, p. 60.
[2] Emmanuel Carballo y José Luis Martínez, Páginas sobre la Ciudad de México, p. 85.

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